Alguna vez hoy a algún dirigente catalán decir que escritores como Cervantes eran catalanes. Supongo que este tipo de comentarios lo hacían con la intención de provocar, pero comentarios de este tipo dejan en muy mal lugar a la persona que los dice y es valorar muy poco los escritores o escritoras que realmente son catalanes y los hay muchos y muy buenos. Por eso, y por si este exdirigente catalán visitara esta Ínsula voy solamente a citar a cinco grandes escritores catalanes para que vea que no hace falta atribuir a escritores que no son catalanes esta procedencia.
Comienzo con Rafael Abella que nació en Barcelona en 1917. Su primera obra fue La vida cotidiana durante la Guerra Civil. Entre sus obras destacan: Finales de enero, 1939: Barcelona cambia de piel o La España falangista. Un país en blanco y negro, 1939-1952 Se puede decir que estamos ante un cronista de la microhistoria española. Muere con 91 años en Barcelona
Todo esto no era demasiado raro, aunque a la madre le preocupase. Oía quejas parecidas, expuestas por dolientes madres. Pero nunca con tan matemática y casi imperturbable insistencia.
La niña era alta, de pelo negro y liso, ojos redondos y piernas cubiertas de cicatrices, parches y postillas. Andaba siempre de un lado a otro, con aire vago, tocando lo que no debía, manchándose, hiriéndose, rompiendo, metiendo los dedos en lugares inadecuados. Desde siempre —desde que la miró, recién nacida— la madre experimentó sensaciones distintas a las que, según había oído, inspiraban los hijos. Fue como si en aquel momento se estrellaran todas las teorías leídas o escuchadas acerca del sublime sentimiento de la maternidad. Aquel ser no tenía mucho que ver con ella.
No es que no quisiera a la niña. Naturalmente, al principio, su amor era confuso, una contradictoria mezcla de asombro, soterrada alegría, susto, y una cierta pereza ante los acontecimientos. Pero estaba claro que aquella criatura no era el famoso «pedazo de su carne» que tan prolijamente le fuera ponderado como el máximo premio a alcanzar en una femenina vida. Lo que estaba bien claro era que aquel pedazo de carne —no demasiado hermoso en honor a la verdad— era en sí mismo su propio e intransferible pedazo de carne.
La niña se llamó Claudia, por ser este nombre el de una heroína de novela que a la madre le gustó, en su ya lejana adolescencia. Pero de aquella romántica Claudia de sus admiraciones, la nueva Claudia no heredó nada. Resultó una niña (aunque este epíteto no se lo confesara la madre abiertamente) prácticamente funesta, que muy pronto dio señales de un carácter especial.
Entre otras cosas, Claudia comía desaforadamente. Estaba provista de un estómago envidiable, aunque su paladar no pudiera calificarse de refinado: le daba lo mismo una cosa que otra. Primero, contemplaba el plato con expresión concentrada, no exenta de cierta melancolía. Y luego se lanzaba sobre él, y lo reducía a la nada."
No hay comentarios:
Publicar un comentario